miércoles, 7 de octubre de 2020

La máquina

 

Víctor suspiró profundamente mientras se recostaba en su silla con la vista fija en el techo de hormigón del sótano. Cerró los ojos intentando relajarse y superar su incipiente frustración. Había repasado una y otra vez los esquemas de la máquina sin encontrar el error.

Las ecuaciones que resolvió el año pasado no dejaban lugar a la duda: era posible viajar en el tiempo. El problema tenía que estar en la máquina. Pero el diseño era impecable. Tan sencillo, tan elegante, tan sublime…

Los pasos que hacían crujir la escalera que bajaba al sótano donde tenía instalado su laboratorio le sacaron de su ensoñación. Su mujer lo observó en silencio desde la mitad de la escalera durante lo que pareció un minuto, con el rostro serio y los brazos cruzados reforzando la expresión ceñuda con la que le escrutaba. No hubo conversación, como ya era costumbre entre ellos desde que perdieron a su hija. Las palabras que no se dijeron se desvanecieron en el tiempo cuando ella se giró y comenzó a ascender las escaleras hacia la cocina; seguramente volvería a la cama. Cada vez pasaba más tiempo acostada; despierta o dormida. Víctor no tenía modo de saberlo, pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en el laboratorio, buscando la forma de retroceder en el tiempo y evitar el accidente.

Miró el reloj digital que colgaba del muro de ladrillo proyectando un aura roja a su alrededor. Era muy tarde, lo mejor era descansar para empezar siguiente jornada con la mente fresca.

Subió lentamente las escaleras del sótano, intentando minimizar los quejidos que emitían los viejos escalones. Entró en la cocina y notó el olor a comida en mal estado. La vajilla sucia se apilaba en el fregadero junto a un frutero ocupado por piezas que alguna vez habían sido comestibles para alguien más que los gusanos que se afanaban entre ellas. Con una mueca de asco se prometió limpiar aquel desastre al día siguiente y ascendió a su dormitorio sin encender las luces para no despertar a su esposa. Conocía la casa de memoria: cada escalón, cada esquina, cada adorno… disfrutaba orientándose en la penumbra, agudizando el resto de sentidos cuando la vista descansaba. Se desvistió y se tumbó en su lado de la cama, apenas llegó a sentir la calidez del cuerpo de su esposa cuando se quedó dormido.

 

Sus sueños fueron agitados. Con frecuencia revivía el accidente de Shorai una y otra vez. Su hija jugaba riendo con los niños del vecindario en el patio delantero de la casa. Él la observaba embelesado desde la ventana del salón, con el pecho henchido de felicidad al escuchar la risa de su hija, los reflejos del sol en la larga melena rubia que la niña había heredado de su madre, los ojos de un azul tan límpido como el cielo. Atesoraba ese momento, ese recuerdo que le permitía ver de nuevo a su niña antes del accidente, un poco de calor en su gélido día a día.

 

Los cálidos rayos del sol de la mañana calentaban su mejilla cuando se despertó. La cama estaba vacía, le extrañó comprobar que su esposa se había levantado antes que él. El agotamiento de los últimos días le había pasado factura. Se puso de pie, estiró su escaso metro setenta y observó su imagen reflejada en el espejo. Un cuerpo ojeroso de extrema delgadez le devolvía una triste mueca, casi no se reconocía.

Ya tendré mi merecido descanso cuando complete mi trabajo y ella esté de nuevo con nosotros –pensó Víctor con determinación.

Bajó despacio la escalera y enseguida escuchó el sonido de la televisión encendida, mostrando otro de aquellos vacuos programas donde presuntos famosos sin oficio conocido discutían como aves de corral acerca de un tema para el que no estaban cualificados. Su esposa estaba tumbada en el sofá con el pelo desmadejado y los ojos cerrados, cubierta por una manta oscura. Víctor suspiró con un gesto de tristeza y entró en la cocina a hacerse un café, pero el olor a podrido se había intensificado desde la noche y se le quitaron las ganas. Bajó contrariado a su laboratorio cerrando la puerta de un golpe. Se arrepintió al instante, no estaba siendo justo con ella, la higiene en la casa era tarea de los dos. Aunque su trabajo era crucial, podía traerla de vuelta. ¿Acaso su esposa no lo entendía? Víctor no podía permitirse perder un segundo en esas banalidades.

La máquina estaba medio desmontada, paneles abiertos para sustituir los circuitos que se chamuscaron en el último intento.

¡Casi lo consigo! –se dijo a sí mismo recordando ese momento, en el que la vibración de la máquina le puso los pelos de punta, su campo visual se contrajo en un efecto túnel y su corazón se aceleró pensando que lo había conseguido, hasta que se produjo una explosión de chispas como una bengala y la máquina enmudeció.

Repasó por enésima vez los planos en su escritorio arrullado por el suave zumbido del circuito de aerotermia que funcionaba a escasos dos metros. «Al menos he conseguido que algo funcione», reflexionó mientras sentía en su nuca el tibio flujo de aire que renovaba la cargada atmósfera del sótano, donde el olor a aceite de motor y plástico recalentado amenazaban con hacer insoportable el trabajo. Pero no a él. Tenía un objetivo crucial y no se iba a desalentar por aquellas incomodidades.

Dispuso sobre su mesa una nueva placa de circuitos y con calma, colocó sus gafas de cerca sobre su pequeña nariz y comenzó a soldar los componentes que necesitaba. El soldador humeaba y una gota de sudor resbaló por su cráneo despejado hacia sus ojos, provocando un escozor que le recordó que debía descansar. Se frotó la cara con un trapo, reguló la temperatura del aire y continuó su tarea.

 

Había anochecido cuando entró en la cocina procedente del laboratorio. La estancia se encontraba impoluta y un frescor contrastaba con la atmósfera de la mañana que inundaba su recuerdo. Complacido, subió la escalera hacia su dormitorio. La mirada de su hija lo observó desde su retrato enmarcado del pasillo, sonriéndole como si apreciase su esfuerzo. «Pronto, cariño. Pronto estará lista la máquina y volveremos a estar juntos».

 

El trino de los pájaros lo despertó temprano y sintió la rigidez en sus articulaciones. Apenas había amanecido y su columna protestó cuando se estiró frente al espejo. Salió de su habitación en silencio abandonando a su esposa dormida y bajó las escaleras con exquisito cuidado. No pudo evitar los crujidos de los escalones del sótano, pero pensó en los fuertes fármacos que tomaba su esposa y se permitió descender con rapidez. Helena cada vez se medicaba más. En alguna ocasión la había encontrado inconsciente por exceder la dosis y se había preocupado. Una punzada de culpabilidad se abrió paso al reconocer que, por otra parte, el efecto de esos fármacos le permitía a él continuar con su trabajo sin interrupciones. No podía permitirse sentirse mezquino en aquel momento, apartó aquellos pensamientos y se concentró en su tarea.

Resultó una jornada muy productiva: terminó el circuito en el que estaba trabajando, lo instaló en el panel correspondiente en la máquina y realizó la prueba de integración con el resto de componentes. Fue todo un éxito y se permitió un momento de alegría y esperanza que no sentía desde hacía tiempo. Decidió terminar la jornada más temprano y subió sonriente a la cocina.

Había perdido la noción del tiempo, observó que había anochecido. «Maldición», masculló para sí mismo. Había albergado la fantasía de dedicar a su esposa un poco del tiempo que le había estado escatimando por su trabajo. Subió resignado las escaleras y en la penumbra de su dormitorio observó a Helena, su antaño melena rubia ahora un áspero matojo, su respiración profunda. Estaba dormida, pero el rictus de su rostro revelaba un sueño agitado. El seco cauce de antiguas lágrimas quedaba patente en su semblante. Víctor depositó un suave beso en su mejilla que ella debió notar, porque se revolvió en sueños sin llegar a despertarse. Se acurrucó a su lado y se abandonó al sueño.

 

Soñó de nuevo con ella. La observaba desde el ventanal del salón: su pelo rubio brillando al sol, aquellos  ojos azules en los que podía perderse, su alegre risa disfrutando del juego con sus amigos. Su atención se desvió a una pelota que botaba en una desenfrenada huida hacia la calzada. Las pupilas de Víctor se dilataron y sus músculos se tensaron, anticipando lo que iba a ocurrir.

 

Despertó empapado en sudor, como ocurría cada vez que soñaba con aquel momento. El alba comenzaba a despertar a los adormilados pajarillos, que cantaban tímidamente precediendo a la salida del sol. Abandonó el dormitorio sigiloso como un felino para no despertar a su esposa y cruzó una mirada con Shorai, que parecía observarle sonriente con sus insondables ojos azules desde el marco de la foto. Descendió cuidadosamente la escalera, atravesó la cocina sin dirigir una sola mirada hacia la cafetera y bajó a su laboratorio.

Estaba muy cerca, la máquina estaba casi operativa de nuevo. Pasó la mañana trabajando en el panel principal, aquel en el que introducía las coordenadas espacio-temporales para orientar correctamente el salto. Se encontraba tumbado boca arriba sobre el duro y frío suelo de hormigón cuando conectó por error un cable con corriente a la matriz de salto. La ensordecedora explosión hizo saltar una lluvia de chispas que le quemaron la cara alrededor de las gafas protectoras.

−¡Maldita sea! –gritó frustrado, consciente de su error.

Su esposa descendió por la escalera del sótano con la cara desencajada por el pánico. Escrutó el laboratorio minuciosamente desde la mitad de la escalera, recompuso el gesto y ascendió lentamente de vuelta a la cocina con la mano todavía en el pecho.

Víctor observó cómo se marchaba y se limpió la cara con un trapo retirando la carbonilla que cubría su rostro y las gafas protectoras. Las quemaduras le escocían, pero no tanto como el dolor interno que sentía anticipando el retraso que iba a provocar aquel error. Maldijo entre dientes y comenzó a desmontar el panel que había quemado.

La noche había caído cuando terminó de reparar los circuitos dañados y subió a la cocina. Miró sin ganas la bandeja de comida que reposaba en la encimera y se dirigió al dormitorio. Saludó a la imagen de su hija al pasar. «Pronto iré a buscarte, mi pequeña», prometió depositando un beso en la fotografía.

Se recostó en la cama junto a su esposa y el sueño alcanzó a su agotado cerebro en cuestión de segundos.

 

Allí estaba de nuevo. Los rayos de sol atravesaban el cristal del salón dibujando etéreos halos en las partículas de polvo suspendido en el interior. El aroma de las rosas recién cortadas que su mujer acababa de colocar en un jarrón sobre la mesa endulzaban sus sentidos, mientras que su corazón se recreaba en la imagen de su hija disfrutando de su juego con sus amigos. Shorai reía mientras lanzaba la pelota a uno de los otros niños, que no fue capaz de cogerla. La pelota. Se dirigió botando lentamente hacia la calzada, atraída por un insalvable campo gravitatorio. Una descarga eléctrica recorrió la columna de Víctor y lo extrajo del sueño.

 

Otra vez. Empapado en sudor, se levantó en silencio antes de que el sol iluminara la habitación. Bajó al sótano y se afanó en ajustar los detalles pendientes en la máquina. Cada noche el mismo sueño, finalizado con un despertar abrupto. Un descanso en absoluto reparador. Cada mañana, un sonámbulo adicto al trabajo pulía cada detalle de la máquina para ir a buscarla. Lo hacía por ella, por su hija, por Shorai, su futuro. «Puedo traerte de vuelta, papá te traerá de vuelta», pensaba mientras una lágrima descendía por su mejilla.

Esa tarde terminó agotado su tarea y aún había luz en la calle cuando ascendió a la cocina. El sonido del televisor le alcanzó procedente del salón, la música facilona de los anuncios publicitarios cambiaba cada pocos segundos. Entró en el salón y observó a su mujer, tendida en el sofá, tapada con una manta oscura y los ojos cerrados mientras se aferraba con fuerza a la fotografía enmarcada de Shorai. Notó que había estado llorando y no quiso despertarla, impotente al no saber cómo consolarla. Pronto no importaría: volvería a aquel fatídico día e impediría el accidente. Devolvería a Shorai a sus vidas. Traería de vuelta a su pequeña. Ignoraba qué efecto tendría en su memoria. ¿Conservaría los recuerdos de unos años de pérdida? ¿Recordaría algo de lo sucedido después de un accidente que nunca habría ocurrido? Esperaba que no. Deseaba que no. Ascendió las escaleras de camino al dormitorio, en esta ocasión precediendo en el sueño a su esposa.

 

Shorai jugaba con sus amigos en el patio delantero. Reía feliz con esa cándida inconsciencia inherente a los niños mientras lanzaba la pelota a su amigo. La pelota. Botaba hacia la calzada tan lenta que Víctor casi se ahogó conteniendo la respiración. Entró en pánico impotente mientras observaba a Shorai correr tras ella, consciente de la presencia del camión que aún no había visto, oído o tan siquiera imaginado.

 

Despertó sobresaltado, como siempre. Pero aquella mañana era distinta. Aquella mañana cambiaría las cosas. Se levantó en silencio de la cama y observó que la fotografía de su hija no estaba en su lugar. Descendió las escaleras escuchando extrañado el rumor de la televisión, en la que un tipo que creía recordar de alguna antigua película ofrecía un aspirador capaz de realizar milagros a una sonriente pareja de ancianos. El televisor iluminaba a su esposa con luces parpadeantes, inerte en el sofá todavía soldada a la fotografía de Shorai, tal como la vio ayer.

−Aguanta cariño –dijo en voz baja mientras se dirigía a su laboratorio −, hoy la traeré de vuelta.

Descendió los quejumbrosos escalones del laboratorio con esperanza, con la convicción de que en esta ocasión tendría éxito. Repasó mentalmente los pasos para poner en marcha la máquina y cuando estuvo seguro que no había errores, comenzó el protocolo. Accionó una secuencia de interruptores, introdujo las memorizadas coordenadas espacio-temporales en el panel de control y pulsó el botón que ejecutaría el salto. Enseguida notó la vibración, al principio un rumor que rápidamente tornó en un pequeño terremoto. La electricidad estática encrespó su escaso vello corporal y el aún más escaso cabello de sus sienes. El olor a aceite mezclado con su propia sudoración abrumó sus sentidos y un chirrido estridente le produjo un intenso dolor en los oídos, obligándose a taparlos con sus manos en un vano intento por evitarlo. Cerró los ojos mientras emitía un grito que no consiguió escuchar sobre el ruido que le rodeaba. Se produjo un crujido sobrecogedor seguido de un intenso silencio. Abrió los ojos y una blancura cegadora le obligó a cerrarlos de nuevo.

 

Helena se despertó entumecida en el sofá aún aferrada a la fotografía de su hija. Se había vuelto a exceder con la dosis de las pastillas que le habían prescrito para dormir, pero últimamente sucedía a menudo. Además, el mundo de los sueños era preferible a la demoledora realidad: estaba sola. Hacía casi dos años que perdió a Shorai y su vida quedó devastada. Víctor se obsesionó con traerla de vuelta y se volvió loco, muriendo poco después en la explosión que él mismo provocó con su máquina. Echaba mucho de menos a su familia, estaba vacía sin ellos. Apenas tenía aliciente para seguir viviendo. A menudo había fantaseado con quedarse para siempre en el mundo onírico, poder abandonarse al sueño eterno...

El sonido de una explosión en el sótano la devolvió a la realidad y la aterró. Bajó corriendo las escaleras del sótano con el corazón desbocado, pero todo estaba en calma. El suave susurro del sistema de aerotermia era el único sonido, y las luces del panel iluminaban la estancia otrora atiborrada de objetos de su marido, ahora completamente vacía. «Lo habré imaginado», se dijo mientras ascendía lentamente intentando recuperar la respiración.

Helena no llegó a tomar la decisión de forma consciente. Terminó de subir aturdida los escalones hacia la cocina, la atravesó en silencio y, todavía aferrando la fotografía de Shorai, se dirigió al baño.

 

−¿Papá?

Víctor intentó abrir los ojos, pero la blancura cegadora provocó una punzada de dolor y los cerró de nuevo.

−¿Papá? ¿De verdad eres tú?

Eso fue demasiado. Abrió los ojos ante la voz que recordaba con exactitud y había anhelado escuchar de nuevo. Mientras se acostumbraba a la claridad comenzó a percibir una figura frente a él, que se fue definiendo a la par que sus ojos se acostumbraban a la luz. Sintió el abrazo en su cintura antes de poder ver los detalles de su rostro. Se dejó caer de rodillas y devolvió llorando el abrazo a su hija. Cerró sus ojos anegados y se abandonó a la sensación de felicidad que le embriagaba. Su olor le inundó mientras besaba su cabello durante un tiempo que le pareció delicioso y eterno.

−Te he encontrado, mi niña, estoy aquí –dijo sollozando mientras continuaba su delicado pero férreo abrazo−, no te voy a abandonar. Nunca me voy a separar de ti.

 Cuando por fin se apartaron, pudo ver cada detalle de su rostro, inundando su pecho con una calidad que añoraba desde hacía mucho tiempo. Limpió su cara de lágrimas con la manga de su camisa y observó embelesado el rostro de su hija.

−He venido a buscarte, mi niña –dijo mientras apartaba uno de sus mechones dorados del rostro de su hija.

−Te he estado esperando, papá.

Víctor la miró extrañado, sin comprender.

−¿Cómo…? ¿Sabías que iba a venir?

−Llevo observándote un tiempo –el lenguaje de su hija era diferente, su expresión calmada reflejaba una seriedad más propia de un adulto que de una niña de seis años. Ella percibió su turbación, porque enseguida continuó.

−El tiempo no transcurre aquí a la misma velocidad que en el lugar del que procedes.

−¿Dónde es aquí? –quiso saber Víctor, interrumpiendo a la niña y escrutando en todas direcciones. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la blancura que inundaba todo y un creciente sentimiento de alarma comenzó a emerger en algún lugar de su mente.

−Tiene muchos nombres. Es el lugar en el que permanecemos aquellos que no caminamos hacia la luz al morir, los que decidimos quedarnos a esperar.

Al morir… −aquellas palabras quedaron rebotando en la mente de Víctor sin conseguir procesarlas. Recordaba cómo había llegado a aquel lugar en la máquina… Sin embargo, otro detalle acaparó su atención y acertó a decir− ¿A esperar? ¿A qué debemos esperar?

−Cada uno decide. Yo no quise separarme de ti y de mamá, preferí quedarme a esperaros para marcharnos juntos como una familia. Tú abandonaste el mundo anterior poco después que yo, pero quedaste anclado a él con más fuerza. A menudo intenté llamar tu atención tal y como tú buscabas la atención de mamá.

La atención de mamá… −Víctor se había obsesionado de tal modo con regresar a por Shorai que su mundo había quedado reducido a la abnegación por su trabajo. No hubo sitio para nada más. Rememoró su vida, su rutina, intentó recordar cuando se había producido la última conversación con su esposa y abrió mucho sus ojos al comprender.

−Tranquilo papá –le calmó Shorai −, ella está a punto de reunirse con nosotros.

 

Helena se sumergió en el agradable baño, sintiendo el calor transmitido por el agua a su cuerpo. Había colocado las fotografías de Shorai y Víctor en el borde de la bañera, junto a las velas aromáticas encendidas. Cubierta de agua hasta el cuello, un amago de carcajada se abrió paso hacia sus labios al observar la escena y percatarse de que parecía algún tipo de ritual. La risa fue fugaz, efímera, sustituida casi de inmediato por el llanto que se fundió con el baño.

 Añoraba profundamente a su hija y a su marido, sus voces, sus risas, sus abrazos, su calor… Se fue relajando poco a poco en la atmósfera recargada por el vapor del baño y el intenso olor de las velas, observando como las titilantes luces animaban sombras en las paredes, testigos mudos de ese momento.

 

Víctor observó a su mujer sumergirse en la bañera. Shorai le había tomado de la mano y conducido hasta allí. Aunque seguía sin tener ni idea de dónde era allí, empezaba a conjeturar. Su mujer profirió un graznido, mitad carcajada, mitad el llanto que surgió a continuación, desgarrando el pecho de Víctor aún henchido por el reencuentro con su hija. Helena se les quedó mirando fijamente y parecía capaz de verlos. Quiso gritar, decirle que no estaba sola, consolarla…

−Ya falta poco, papá. Ella ya está lista.

Víctor se volvió hacia su hija, que le sonrió e indicó la atiborrada encimera del lavabo, un caos de objetos de higiene, un peine con dorados cabellos entrelazados, una jabonera artesanal cubierta de dibujos infantiles… y varios frascos de pastillas. Cada vez las tomaba más a menudo, y en ocasiones se equivocaba con la dosis y dormía durante días. Se entristeció al ver cómo cerraba los ojos pero sintió un apretón en la mano que aún sostenía Shorai. La niña sonreía radiante.

 

Helena se abandonó al anhelado sueño una vez más, allí donde su hija y su marido aún existían, deseando quedarse con ellos eternamente.