El bibliotecario era el
más anciano entre los monjes de aquel monasterio. Cuidaba a sus hijos, los
libros, vástagos que nunca había engendrado, como si fueran parte de él.
Asió con mimo los dos
últimos legajos, sus predilectos, dos tomos encuadernados con placas de marfil
e incrustaciones de metales preciosos, y avanzó trabajosamente por el lúgubre
pasillo de piedra. Atestadas estanterías se alzaban a ambos lados hasta el
techo, tanto en el pasillo principal como en una infinidad de otros más
estrechos que se ramificaban formando un exuberante árbol de conocimiento.
La vela cual alma del
farol estaba casi tan consumida como su portador, que caminaba cojeando guiado
por la tenue y titilante luz, disolviendo sombras a su paso y revelando un
tesoro de incalculable valor.
El anciano llegó a su
destino, colocó con esmero los tomos en su lugar designado y regresó hasta el punto de partida. Allí se recostó
sobre un improvisado jergón esperando a que su fiel compañero, el casi extinto
farol, exhalara también su última luz.
No había prisas,
acabada ya su tarea. La biblioteca estaba sellada y oculta de las hordas
invasoras. Permanecería intacta y silenciosa, preservando su saber hasta que
alguien digno la encontrase.